Hacer café

La mamá, la tía Feli y yo hemos sido grandes «cafeteras». Utilizo el presente aunque sólo sigo yo aquí conservando la tradición.

Un cafecito venía bien a cualquier hora de la mañana, la tarde o incluso de la noche. A la mamá le solía llevar su vasito de café al «cuarto pequeño» cuando estaba pedaleando con la máquina de coser y ella lo bebía tan a gusto.

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Entonces para hacer café utilizábamos un puchero ennegrecido por el uso, alto y panzudo donde al romper a hervir el agua echábamos el café, a veces con achicoria, la mayoría de las veces sin ella porque como buenas cafeteras preferíamos el café café.

Y a esperar a que se posara. Para colarlo se utilizaba una manguera de tela que impedía el paso de los posos.

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Café en el desayuno, con sopas o con galletas. Al mediodía al papá,siempre tan señor él, le preparábamos un carajillo con el alcohol quemado incluido. Yo solía ser la encargada de este menester.

Conforme avanzaba en los estudios me fui haciendo adicta al café.En mis tiempos de universitaria y en época de exámenes nada de consumir «Centraminas» o «Minilip»,yo a la noche me preparaba un buen café y hasta que aguantara despierta. Luego a la mañana otro café y en marcha.

El café se compraba en grano, normalmente de cuarto en cuarto y para ser más concreta en Cafés Arrasate que estaba en la calle Amaya cerca de la Plaza del Mercado.

Cada vez que se hacía café se molía en el molinillo, manual claro, y conforme avanzaba la molienda se extendía por toda la cocina el aroma embriagador del café recién molido.

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Pronto apareció el molinillo eléctrico de ruido atronador y sin el encanto del manual que quedó relegado a objeto decorativo.

Fueron también a la basura la manguera y el puchero negro porque se entronizó en la cocina la cafetera italiana, más cómoda, más limpia, ¡Qué gran invento!

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Yo he permanecido fiel a la «italiana» durante toda una vida. sin sucumbir a la moda de las eléctricas, ni las de filtro en cuya jarra quedaba el café todo el día de malo que estaba.

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Bueno, he sido fiel hasta hace 3 años cuando mi hijo Pablo me regaló lo último en cafeteras, la Nespresso, sí la pija de las cafeteras, pero que me permite otra vez sentir el aroma del café cuando se rompe la cápsula.

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Ya voy por mi segunda Nespresso a la que le damos buen tute, aunque claro los años no perdonan y quitando el café matutino todos los restantes son descafeinados.

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No me gusta que nadie me cuente los cafés que tomo a lo largo del día, yo tampoco los cuento. Son bastantes.

Un recuerdo ahora para la querida tía Feli tan aficionada también a sus «cortaditos». Se las vio «negras» la pobre cuando ya en la Residencia donde paso sus últimos años tenía que consumir sus cafés de la máquina y le limitaban a uno al día y no uno tras otro como ella hubiera deseado.

En mi familia soy la última de las cafeteras. Paula que también era buena consumidora de «americanos» se ha pasado también a las infusiones, la traidora de ella.

Las nuevas generaciones tiran para la infusión. En casa tengo de todas: manzanilla, menta poleo, te de todos los colores y con todos los ingredientes, canela, frutas del bosque, anis…

Ellos, sobre todo «ellas» a sus infusiones. Yo sólo he tomado infusiones cuando estaba enferma y litros de tila cuando estaba nerviosa.

Yo, por ahora sigo «tomando café»

Miedo al dentista

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A petición de mi hermana pequeña Paula y dedicado a ella escribo esta nueva entrada titulada «Miedo al dentista».

Sí, sí, teníamos miedo al dentista y con razón.

Entonces las consultas de los dentistas no eran los locales actuales, luminosos, con blancos sofás y decoración minimalista, hilo musical y hasta pantallas de televisión en el techo para que mientras te hurgan en la boca entretengas tu mente mirando qué se yo, lo que toque, casi siempre Tele5.

De las blancas paredes cuelgan cuadros de tonos fríos y suaves para que relajen el espiritu.

Sobre las mesas todo tipo de revistas, desde el Cosmopolitan a las de motos y coches o tebeos para  los niños.

¿Qué ha sido de aquellos ruidos desalentadores que escuchabas en los años 60 mientras atendían al paciente anterior? Pues tampoco los escuchas ahora porque el aparataje también ha avanzado mucho y el torno ya no hace ruido de torno.

De manera que ahí estás tú tan tranquila esperando tu turno mientras te pones al día en maquillajes y escuchas pongamos por caso «Supertramp» ¿Se puede pedir más?

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                            El origen del miedo

Yo con mis primeras reglas tuve unas fuertes hemorragias que además de causarme una anemia importante dejó mis dientes totalmente careados.

Osea que, ¡ Al dentista!. Claro que había que pagarlo y aguantarlo.

Del pago se encargaba la mamá que tenía sus «ahorrillos» de lo que sacaba de la costura guardados en uno de los cajones de la máquina de coser.

Aguantarlo fue cosa mía. El dentista tenía la consulta en la entonces Avda. de Franco en la misma manzana de nuestra casa y así todos los días cuando salía al mediodía del Colegio iba a su consulta, luego a casa a comer un puré y vuelta al Cole. Un plan «alucinante» del cual lo peor era que el hombre procuraba por todos los medios no usar anestesia.

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Así que no es de extrañar que, superado aquello, no volví al dentista hasta que me quedé embarazada de mi primer hijo.

Ya estaba en San Sebastián, los años habían pasado y la consulta del Dr. Cabezudo tenía ya casi todos los elementos modernos que antes he mencionado. El precio también era de diseño.

Pero he de hablar de otro dentista de Pamplona, el Dr. Clavero. A su «consulta-museo» acompañaba a mi hermana pequeña Paula que ya era una niña de los nuevos tiempos y llevaba su correspondiente aparato de ortodoncia.

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La consulta estaba cerca de la Plaza Príncipe de Viana y antes de subir entretenía a Paula viendo los escaparates de la juguetería  Purroy que estaba cerca.

A la niña no le gustaba ir y no era de extrañar. Paso a describir la consulta. La palabra que más le iría es  » tétrica». El suelo todo de una madera oscura, que sería noble, pero crujía con cualquier paso que se daba. Las paredes también de» boiseries» bien oscuras que daban al piso el aspecto de un agujero negro.

Los únicos cuadros eran los títulos enmarcados del Dr. y en la entrada en lugar preferente un gran tapiz representando una extracción de una muela , que sería en la Edad Media , pues en la escena lo que más llamaba la atención era un alicate de tamaño considerable. Asustaba al miedo el susodicho tapiz.

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 Completaba el conjunto ornamental una escultura de Santa Apolonia que creo es la patrona de los dentistas.

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A mí Clavero me parecía mayor, no sé si lo era, porque cuando eres joven todos los de más de 30 te parecen viejos y entonces yo era joven.

Carecía de la mínima empatía para conectar con una niña de 13 años a la que semanalmente tenía que ajustar los hierros del aparato. Llegábamos. Paula se colocaba en una fila de niños en el pasillo y cuando salía Clavero iba de uno en uno apretando los hierros. Paula dice que lo hacía con un aparato especial. De eso ya no me acuerdo.

¿Una sonrisa? ¿Una palabra de aliento? Nada de nada.

Así que no es de extrañar que nuestra niña en cuanto fue joven abandonara los cuidados del Dr. Clavero.

Ahora casi 30 años después resulta que la boca de Paula si hubiera necesitado la continuación del tratamiento de ortodoncia.

Resulta que ahora tiene que llevar los correspondientes brakets, también hijos de nuestro tiempo, con el objetivo de enderezarle la mandíbula. Ay Paulita¡ más vale que me cuentas que tu dentista te mima y acaricia que si no…..

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Ahora la odontología para mi edad tiene dictaminado los implantes. Yo no sé si voy  a ser capaz de pasar ese trago y en broma digo en alto:

-Yo como el abuelo castañuelas y Corega

Vamos Paula que tú no pero yo sí SIGO TENIENDO MIEDO AL DENTISTA.

 

 

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Nota: efectivamente Santa Apolonia es la Patrona de los dentistas. Su martirio consistió en la extracción de sus piezas dentales con alicate y claro, sin anestesia.

 

 

El Hombre del saco y el Sacamantecas

 

Hoy voy a hablar de dos personajes que poblaron nuestras noches de infancia: el Hombre del saco y el Sacamantecas.

Por las noches, bien pequeña, cuando no podías o no querías dormir, desde la puerta de la habitación te decían:

– Venga a dormir que si no vendrá el hombre del saco.14517019

Veamos. Hoy en día a los niños cuando se van a la cama se les cuentan dulces cuentos, se les arrulla con canciones, se les ponen luces tenues para que no queden totalmente a oscuras, se les pega el firmamento en forma de estrellitas luminosas en las paredes de su habitación y aún y todo si el sueño no llega papá o mamá se quedan amorosamente recostados junto al infante  hasta que éste se duerma.

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Así que entonces, sola y en la oscuridad no quedaba otra que arrebujarse en la cama con la mirada fija en la puerta con el temor de que apareciese el hombre del saco y te llevase con él.

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Más truculenta era la figura del Sacamantecas. ¿ Tan niños sabíamos que las grasas eran las mantecas ?  Claro que no, pero la dichosa palabreja suscitaba todos nuestros temores.

En la zona de Estella, más finos ellos, le llamaban el Mantequillero.

A mí ni me leían cuentos, ni recitaban poesías ( yo a Paula y a mis hijos les recitaba Margarita está linda la mar hasta que se la sabían de memoria ) A mí me administraban dos oraciones : el Jesusito de mi vida eres niño como yo…… y el Ängel de laguarda dulce compañía y a dormir.

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No era fácil conciliar el sueño con tan siniestros personajes rondando por la cabeza, más el Demonio, más el infinito. Algunas veces acababa llorando amargamente y entonces sí que se armaba la Marimorena.

Así que en cuanto espabilabas un poco y llegabas a los 7 años, que decían era la edad de la razón, te metías de cabeza en el mundo azul y rosa de Príncipes y Princesas y no parabas de leer tebeos de Hadas.

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Porque no vas a comparar, cuánto más relajada estaba nuestra cabeza en el mundo de las Hadas que en el de los Sacamantecas.

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Otra de ángeles

Por asociación con el párrafo de mi entrada anterior «los ángeles juegan a bolos» me he acordado de aquel buen Ángel de la Guarda que velaba nuestros pasos infantiles.

Se representaba al Ángel extendiendo sus brazos protectores para que los niños no cayeran al abismo. Lo que no sé es si el Ángel protegía a los niños de un peligro real o era más bien de los abismos del infierno de los que nos libraban, pues se decía que allí caeríamos si pecábamos.Insisto una vez más en que a los 5 años no teníamos ni remota idea de qué era «el Pecado»

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De niñas nuestra gran ilusión era que nos disfrazaran de ángeles, bien en las procesiones del mes de Mayo o bien en las actuaciones que llamábamos «comedias».

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Nos colgaban 2 alerones de la espalda, de plumas de las de verdad o de imitación en papel y una vez juntas las manos en actitud de oración ya eramos un ángeles perfectos.

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Así que estas eran nuestras expectativas en cuestión de trajes: vestirse de ángel y lucir un traje blanco de Primera Comunión.

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Luego ya cuando nos hicieron estudiar Historia Sagrada y Catecismo nos contaban historias de ángeles buenos y malos, ángeles rebeldes, de Luzbel, el peor de todos, el Demonio y ya ni con la protección del buen ángel podías dormirte pues ya en tu cabeza junto a la imagen de Luzbel se había metido la aterradora idea de que los castigos del infierno eran infinitos, para siempre, siempre, siempre

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El infinito nos atormentaba sobre todo si había que pasarlo en las marmitas hirvientes del Infierno.

Cuentos¡ Menudos cuentos¡ Cuánto cuento¡

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Tía Feli que hoy nos ha dejado

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He calentado el “frío helador” de mi cama con un confortable edredón nórdico, nuevo y lleno de manchas azules y violetas. Para cubrir mi linda piel he sacado una de las sábanas de hilo con bordado labrado de la tía Feli  y ayer mientras intentaba dormirme sin conseguirlo, a pesar del confort que me abrigaba pensé: “un buen capítulo para mi blog sería EL AJUAR DE LA TIA FELI “

Y es que esta sábana tan delicada y de bordados  tan preciosos me la regaló la tía Feli cuando me casé junto con otras más y unos camisones de batista estilo años 50 todo ello sacado directamente del baul de su ajuar. Los camisones los tiré, cuánto lo siento, ahora los luciría feliz

Nosotros los hermanos Cabodevilla nos reíamos mucho del arcón de la tía Feli que quedó “compuesta y sin novio” y su ajuar precioso permaneció durante muchos años guardado en su piso de Madrid.

La tía Feli, hermana mayor de la mamá y que hoy nos ha dejado, era una modista siempre atareada con su máquina de coser y los modelitos que tenía que entregar en el taller de modas para el que trabajaba

La tía Feli, no hace falta explicarlo, también era pasiega y pobre y tuvo la desdicha de enamorarse de un “chico rico» de Villacarriedo. Yo no sé muy bien qué era en los años 50-60 “ser rico”, sólo sé que este chico era hijo único y su madre se oponía a su relación con una “pobre”.

Cuando hice mi primer viaje a Madrid después de aprobar ingreso (viaje que he contado en la entrada «A Madrid en camión»), era el año 61 y la tía Feli y Josépepe, así le llamaba ella, eran novios y me llevaban a cafeterías elegantes a tomar canapés y refrescos, lujos que yo en Pamplona no conocía. Yo me comía todos los canapés y estaba encantada del trato que me daba aquella parejita.

Claro, como correspondía a la época la tía preparó su ajuar de toallas, sábanas, manteles, camisones y demás y lo iba guardando amorosamente en un arcón que yo misma llegué a abrir, explorar, cerrar. Qué maravilla¡

Pero por razones que yo no sé muy bien Josepepe que tenía una Academía se casó. Se caso con otra claro y la tía Feli se quedo compuesta y sin novio.

Cada vez que yo iba a Madrid, ya adolescente, que eran muchas, la tía Feli me hablaba de él, que le llamaba, que salían , que él no era feliz y todo lo hacían bajo manga sin que se enterase la abuela Asunción que ahora era ella la que se oponía a esta relación sin futuro

Pasados muchos años todavía tenía algo que contarme de Josepepe: que le había regalado un reloj, que la llamaba mucho por teléfono. Es decir que hasta que la vida de la tía Feli se torció después de su jubilación ella seguía teniendo ilusión por aquel hombre al que siempre quiso y que por convenciones sociales perdió. Esto hoy en día me resulta increible

La tía Feli ha pasado sus últimos años en la Ulzama, en una residencia de ancianos a donde la trajo Iñaki rescatándola del abandono en que había caído después de que murió el último de los hermanos, el tío José y se quedó sola.

Ha sido nuestra “memoria viva” porque conservaba una memoria prodigiosa y yo además conservo parte de su ajuar.

Adios tía y gracias por todos los mimos que nos diste en forma de croquetas o jamoncito rico..

PD.- La hemos acompañado en sus últimos días dándole todo nuestro cariño y sintiendo en el corazón no haber podido acompañar así a su querida hermana a la que ella llamaba Mari.

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Se funden los plomos

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Ahora que ya sabemos tanto de luces e iluminaciones: halógenas, leds, frías, de bajo consumo….. quiero remontarme a aquel tiempo sencillo en que la luz se concretaba únicamente en una bombilla de fino cristal con un delicado filamento en su interior.

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Cuando se iba la luz, lo que ocurría con frecuencia, podía ser porque la bombilla se había fundido, lo cual comprobábamos agitándola suavemente para observar si el filamento estaba roto. Si así era, cambio de bombilla.

Pero lo que causaba gran agitación en casa era cuando se iba la luz porque se habían fundido los plomos.

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Nos ponemos en situación: Pamplona, años 50, tarde noche de primavera u otoño, calor, tormenta.

Paso 1- «Maite apaga todas las luces»

Paso 2- «Busca la palmatoria y enciende la vela»

Paso 3- La yaya comienza a rezar a Santa Bárbara

Mientras tanto rugen truenos y rayos y la niña siente miedo más que por los propios relámpagos por el ambiente tenebroso que se ha creado en casa entre la oscuridad,. los rezos y la amortiguada luz de la vela.

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Paso 4- aún con tanta precaución y rezo se funden los plomos

Paso 5- la mamá cambia los plomos.                                                                               En la cocina cerca del techo y junto a la puerta del balcón hay una pequeña caja de porcelana blanca que alberga en su interior 2 filamentos, son los plomos.

La mamá siempre ella tan mañosa, se sube a una banqueta, quita la tapa blanca de la cajeta y restituye los filamentos. No es tarea difícil pero se ha puesto nerviosa por la oscuridad, los rezos y los apresuramientos de la yaya.

Mientras tanto si hay algún niño asustado cerca. yo por ejemplo, se le aclara que no hay que tener miedo que los ruidos se deben a que en el cielo los ángeles están jugando a bolos.

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Yo he llegado a contar a mis hijos la trola de los ángeles. Qué sin sentido, no saben nada de ángeles, ni de palmatorias, ni de Santa Bárbara. Además ahora ya hay automáticos y los únicos plomos que se funden de vez en cuando son los míos

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Mujeres que escriben de su infancia

Dedicado con mucho cariño a Higinio y ahora que añado esta foto a Andrés

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Mujeres de los años 50

Coincidiendo con la escritura de mis recuerdos pamplonicas de los años 50 y 60 en este blog estoy leyendo a autoras nacidas entre 1940 y 1950 que han escrito novelas con una gran carga autobiográfica.

Así me encuentro a Annie Ernaux y su novela «Los años». Ella nació en 1940 en el norte de Francia, en Normandía. Infancia pobre,  viviendo con lo justo y experiencias similares a las mías a pesar de estar a más de 1000 Km con una lengua diferente y además llevándonos 10 años.

Escribe en la citada novela : «los médicos operaban de las amígdalas a los niños que padecían de la garganta; les anestesiaban con éter y se despertaban chillando…»

También » las madres se desesperaban porque no parábamos de crecer y tenían que alargar los vestidos con una tira de tela y comprar zapatos de un número más que ya se habían quedado pequeños al año siguiente» . «Arreglaban los abrigos y les daban vuelta al cuello de las camisas.»

Y por fin :» Vivíamos en la escasez de todo. De cosas, de imágenes, de distracciones, de explicaciones de uno mismo y del mundo, que se limitaban al catecismo y los sermones de Cuaresma «

Son recuerdos similares de unas infancias demasiado próximas a una guerra o a la posguerra. Yo nací en 1951 que es el año en que en España desaparecieron las cartillas de racionamiento para la obtención de alimentos básicos lo cual ya es bastante significativo.

He encontrado otro relato autobiográfico publicado en 2013 cuya autora resulta ser una vasca nacida en el exilio chileno y que volvió a España a los 18 años. De nuevo experiencias similares desde Santiago de Chile a San Sebastián. El libro se titula «Cómo pudo pasarnos esto. Crónica de una chica de los 60». Su autora es Idoia Estornés. Nos cuenta : » No teníamos calefacción, salvo en la recocina, por lo que en invierno nos abrigábamos con gruesos jerseys y ponchos. Las botellas de agua caliente eran preceptivas para la cama». 

Las citas serían interminables. No es mi intención ponerme a la misma altura que Annie Ernaux que es una novelista consagrada o de la Estornés que escribe una novela de casi 600 páginas.

Yo sólo soy una mujer recordando su infancia y al centrar el foco en ella compruebo que las niñas de los 50 y jóvenes en los 60 íbamos a ser pioneras en la superación de los estudios primarios y la enseñanza secundaria hasta llegar a la Universidad.La mayoría disfrutábamos de becas pues por nuestro origen humilde de no ser por las becas no hubiéramos podido concluir los estudios superiores.

Eso sí durante toda la etapa escolar las chicas bien separadas de los chicos, en colegios distintos, con juegos bien diferentes y por supuesto con unos intentos de aproximación entre ambos sexos que anunciaba la adolescencia. Pero hasta llegar a la Universidad no compartimos mesa con los chicos..

Pero por encima de todo viviendo en unas condiciones en la que nada se nos regalaba. Vivíamos con lo imprescindible.

El Doctor Mendiguren

 

Retomando el blog

Ahora que corren tiempos de gran especialización médica y sobre todo de tajantes recortes en la Sanidad Pública quiero dedicar unas palabras al médico de mi infancia, el Dr. Mendiguren. Era el médico de cabecera que nos correspondía en el Ambulatorio de la entonces Avenida de Franco, hoy Avenida de la Baja Navarra.

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En aquel entonces era normal que cuando guardabas cama por unas anginas o un sarampión el médico acudiese a casa a realizar la visita. El cuidaba nuestras anginas, varicelas y todo lo demás y si era lo indicado nos dirigía a la Clínica de San Juan de Dios para la correspondiente operación de amígdalas o de vegetaciones.

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Era un hombre cariñoso y cuidadoso en el trato con los niños. Cuando te visitaba en casa tu estabas metida en la cama que la mamá había hecho con sábanas impolutas para la visita del médico y mientras te metía la paleta en la boca abierta y te hacía decir aaaaaaaaaaaa

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lo que más temías es que dictaminase  » anginas » y prescribiese penicilina, osea «banderilla».

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Procedía de la siguiente manera: abría su voluminoso maletín negro y extraía de él un estuche metálico que al abrirlo mostraba su contenido de agujas y jeringuilla.

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A continuación pedía agua para verterla en el estuche y no recuerdo muy bien por qué procedimiento hervía el agua. Creo que era quemando alcohol.Una vez esterilizadas agujas y jeringuilla tomaba la aguja que era muy larga y de calibre grueso y la insertaba en la jeringa, a continuación clavaba la aguja en unos frasquitos de cristal con tapones de colores donde estaba en polvo el antibiótico, lo mezclaba con agua y tortazo en el culete y banderilla, buen refrotón con un algodón empapado en alcohol y allí no había pasado nada

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Cuando los episodios de anginas se repetían el Dr. Mendiguren, como todos los médicos de aquel entonces, era partidario de la extracción de las amígdalas y a esa operación que me realizaron cuando tenía 5 años le dedicaré otro capítulo porque es uno de mis primeros recuerdos nítidos de aquellos años.

Nada  supe yo de pediatras. Fueron mis hermanos más pequeños los que empezaron a ir a un pediatra, en concreto el Dr. López  Sanz. La consulta estaba en la Plaza General Mola, hoy Plaza de las Merindades y allá iba la mamá sobre todo preocupada por la alimentación de uno de ellos que era muy tiquis miquis para comer y además tenía alergia a algunos alimentos.

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Aquellos años fueron también los de la temida poliomielitis que dejó a algunos niños de mi edad con parálisis y las piernas metidas entre hierros

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Teniendo yo 6 o 7 años llegó a Pamplona la esperada vacuna contra la polio pero no la administraba la Seguridad Social sino que había que comprar las dosis que eran muy caras para las economías de entonces. Recuerdo que con los niños que jugábamos en la Media Luna las madres formaron un grupo para comprar las dosis necesarias y pagar al practicante que nos las administraba. Veíamos las fotos terribles que aparecían en los periódicos de niños con polio que para su curación eran introducidos en el pulmón de acero del que sobresalían solamente sus cabecitas. Yo tenía su imagen grabada y me compadecía de la situación de aquellos niños.

Hablando de vacunas la que era inolvidable era la de la viruela que te la inoculaban mediante un tajo y te dejaba una cicatriz en lo alto del brazo o en el muslo para toda la vida.

Nos vacunaban en lo que se llamaba el Instituto de Sanidad y nada de azucarillo con gotas como se generalizó después sino buenas «banderillas».

Para los males menores no se requería la presencia del Dr. Mendiguren y la mamá y la yaya contaban con la farmacopea o los remedios caseros de aquel entonces:

– Para golpes y torceduras el linimento Sloan de insoportable olor.

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– Para catarros Vicks Vaporub frotado con cariño por la mamá en el pecho.

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– Contra las lombrices jarabes rosas dulzones.

-Optalidon con su buena dosis de cafeína para cuando las atareadas mamás tenían dolor de cabeza.

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– Para fortalecer los huesos y ayudar al crecimiento estaba guardada en la despensa la botella de Calcigenol con su contenido lechoso que nos iban administrando a cucharadas.

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– Los odiados supositorios que mis hermanos llamaban «potoyos» y cuya introducción era acompañada de buenos llantos.

– El aceite de ricino y el de hígado de bacalao gracias a Dios no entraron en casa. No sé para qué servían pero el sabor debía ser asqueroso.

– Para el dolor de muelas un algodoncito empapado en coñac.

– Para las quemaduras leves frotar con una patata pelada.

– Nitrato de plata para quitar las verrugas.

– Manzanilla para los ojos enfriados y legañosos.

Ni nos medían, ni nos pesaban, ni percentiles, ibas creciendo y con eso bastaba y lo que marcaba el crecimiento era el bajo de pantalones o faldas que se nos iban quedando cortos y había que bajarlos constantemente.

Así que entre el Dr. Mendiguren, la Clínica San Juan de Dios y los remedios caseros nos sacaban adelante, sin yogures, ni petisuis, ni jamón de York del que desconocíamos su existencia. Sin embargo desde bien niños conocíamos la Quina de la que nos daban un vasito al mediodía si estábamos desganados o inapetentes pues se decía que abría el apetito. ¡Tiempos aquellos en que daban alcohol a tiernos infantes !

Griego

Mis horas libres de jubilada las disfruto actualmente traduciendo textos griegos,en estos momentos en concreto, el Canto XXI de la Iliada.

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Aquí en «el Sancta Sanctorum» del Koldo Michelena, en el Fondo de Reserva, están mis libros: el diccionario de Griego,

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la Gramática de Berenguer Amenós,

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el texto de Homero, en griego claro,

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y en ellos me sumerjo cada día y salgo triunfante de esta inmersión con mis versos traducidos.

El griego quedó escondido en mi cabeza exactamente a los 20 años cuando acabé los cursos Comunes de Filosofía y Letras y empecé la especialidad de Historia.

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Mis conocimientos de griego,aparcados durante 40 años, rebrotan ahora por encima de los muchísimos años que he dedicado al estudio del euskera, por poner sólo un ejemplo, y me maravilla de que lo tenga más claro éste, el griego quiero decir,, que estudios en los que me he empeñado con ahínco y no he logrado dominar del todo.

Miremos a la Maite universitaria. Tiene 18 años, le gustan las asignaturas de Letras y el disfrute de una beca le permite matricularse en su ciudad, Pamplona, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, sí, la del Opus.

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Su madre le ha preparado para ir a la Universidad un «moderno» abrigo tiñendo de azul marino el gris del uniforme del colegio y añadiéndole un cuello de «borreguito» lo ha modernizado un poco. No le importa, ella, Maite, está contenta consigo misma, con sus modelos, los de su madre y los hippilondios y sobre todo está feliz con sus libros recién estrenados.

Míralos todos los alumnos amontonados en el Aula 19, los de Filosofía y los de Periodismo. Al fin chicos y chicas juntos, escuchando rollos terribles para estudiar de memoria, como la Historia Antigua, por poner sólo un ejemplo o descubriendo los secretos de una lengua nueva, el griego, de vocales largas y breves y metáforas deslumbrantes.

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Sí, el Griego me entusiasmó, En 2º curso obtuve un Sobresaliente y me hubiera animado a estudiar Clásicas si para hacerlo no hubiera tenido que matricularme en Salamanca y realizar un desembolso de dinero que a mis padres les resultaba imposible. Así que me matriculé en Historia y he de reconocer que también disfrute mucho con el Arte, la Arqueología, la Paleografía…

De qué manera quedó grabado el griego en mi memoria no lo sé, pero nada más arañar un poco con algo tan sencillo como leer la «Historia menor de Grecia» de Pedro Olalla,

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me he dicho: – ¡Si esto me lo sé!. El alfabeto, las declinaciones, la historia de cada Dios y cada mito. Como quien coge el extremo de una madeja he tirado del hilo y ha ido emergiendo todo lo que almacené, incluido el entusiasmo.

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Así ahora, jubilada, puedo olvidarme de matrículas,cursos, cursillos y todos los grupos de estudio tan de moda entre los de mi edad porque YO, SOLITA, TRADUZCO GRIEGO.

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Sanfermines (II)

Continuando con la vida de los Sanfermines de nuestra infancia hemos llegado a los festejos de la tarde, y el primero es: la corrida de toros.

La corrida comenzaba a las 5. La mamá, la yaya y yo nos entreteníamos viendo desde el balcón de la calle Olite la entrada a los toros: los mozos de los tendidos de sol con sus cazuelas de ajoarriero y sus cubos con vino y gaseosa, y la gente guapa de sombra, bien vestida y elegante. Una vez que comenzaba la corrida oíamos los olés, los abucheos, los clarines y observábamos en lo más alto de la torre de los Escolapios cómo algunos de ellos desde aquella altura de vértigo veían los toros.

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Las Peñas. Acabados los toros salían por el callejón de la Plaza de toros Las Peñas. Recuerdo algunos nombres: Los del Bronce, Anaitasuna, Mutiko y muchas más, cada una con su banda de música y su gran pancarta blanca en la que se realizaban dibujos alusivos a alguno de los temas que habían sido polémicos en la ciudad a lo largo del año.

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Los mozos bailaban incansablemente pasando por la Plaza el Castillo, el entonces Paseo Valencia hasta por fin llegar cada Peña a su local. Nosotros, mujeres y niños fundamentalmente, desde la acera les veíamos pasar como quien ve una procesión. Reíamos con las ocurrencias de los mozos que además cada año ponían de moda una canción que podía ir desde » la Mari Carmen no sabe coser…» hasta «un rayo de sol». Las chicas no bailaban en las Peñas en aquel entonces.

Hoy en día las Peñas, en teoría, repiten el mismo recorrido, los mismos usos, exceptuando la incorporación de las mujeres y que la masificación es tal que ya nadie espera pacientemente en la acera, tampoco hay sitio, y el aluvión de mozos y forasteros es tan grande que casi se hace imposible el baile.

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Los Caballitos. Los niños llamábamos Caballitos a lo que todo el mundo en Pamplona conoce por Las Barracas, es decir, las atracciones de feria. No logro recordar dónde se colocaban entonces. Desde luego nada de curvas y saltos vertiginosos, lo más emocionante que había era la Noria, en la que no nos montaban, y el Balancín, en el que tampoco.

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Nuestra atracción era la que llamábamos «las olas». Nos metíamos en unas grandes tazas que giraban sobre si mismas y cuando la atracción comenzaba a funcionar subías y bajabas en un movimiento como de «ola».

Nos llevaban los papás, montábamos en alguna atracción y luego nos compraban los churros o el algodón rosa de azúcar o la manzana colorada y a mirar con ojos grandes el Tira Pichón, los Autos de Choque o la Cueva del Terror.

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Los Fuegos artificiales. Se tiraban en la Plaza el Castillo. Recuerdo las tracas fijas multicolores, suficientes para que los niños sintiéramos al mismo tiempo miedo y admiración. Nada que ver con las grandes demostraciones pirotécnicas que posteriormente he visto en Donosti o en la Ciudadela. Con aquellas humildes tracas los niños eramos igualmente felices.

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En resumen en los Sanfermines de los años 50 y 60 eramos los de casa, los forasteros y los extranjeros. Nada de camping a tope, ni locura de coches, ni accidentes en la Ciudadela o en la fuente de la Navarrería. La única «perdición» que se comentaba entonces era que a los nueve meses de Sanfermines nacían los Sanferminicos. Sin comentarios.

Vamos, que en los Sanfermines de aquellos años corrían los mozos, el vino, la alegría, los Kilikis, los niños y los toros. Lo que no corría, excepto en manos de los extranjeros, era el dinero porque los pamplonicas se mantenían aún en una economía de subsistencia. Las cosas empezaron a cambiar en los 80.

Viví muchos años alejada de los Sanfermines y volví a retomarlos cuando mis hijos eran pequeños y entonces punto por punto repetí con ellos lo que yo de niña había vivido.

La indumentaria blanca, el pañuelico y la faja. Un día al encierro, todos los días, a ser posible, a los Gigantes. Veíamos los fuegos desde casa.

Cuando les llevábamos a las Barracas (Caballitos) ya no eramos tan estrictos como habían sido mis padres, así que empezaban en el tren Chu-chu, seguía la noria infantil, los autos de choque… Se montaban en todo lo que querían y había globo, helado, algodón de azúcar y vuelta a casa.

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Espero poder enseñar las maravillas de San Fermín a mis nietos, si los hay.