El pueblo. Otoño.

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Cuando Pablo y Dani eran pequeños volvíamos al pueblo en el puente del Pilar, para cerrar campaña como decía Andrés.

En Octubre el panorama había cambiado. Había llegado el frío.

Andrés cada mañana en cuanto ponía un pie en el suelo se entregaba a la labor de encender la cocina de leña.

Dani y Pablo observaban extasiados la operación. Subir leña y » abarras» de la leñera. Sacar las cenizas del día anterior. Colocar la leña, desmenuzar las » abarras «, acabar estrujando papel de periódico que no estuviera húmedo y por fin prender fuego.

A Andrés le salía perfecta está operación. Yo nunca aprendí. Los chicos si.

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Era un hechizo el que ejercía el fuego sobre ellos. Ayudaban en lo que podían. Observaban las brasas, jugaban con el badil.

Ya está el fuego encendido. Desayunar y a la calle.

– ¡ Poneros las chamarras que hace frío !

Daba igual, nunca tenian frío, aunque vinieran con las orejas coloradas y las manos congeladas.

A estas alturas del año se nos habían acabado los gozos de la piscina.

Yo pasaba tranquilamente las horas en la cocina calentita, haciendo punto o leyendo alguna de mis novelas.

Este año hemos vuelto al pueblo en » Marzo ventoso».

Ya no están los niños.

Ya somos más perezosos.

El viento sopla en todas las direcciones y se nos mete el humo en la cocina.

Renegamos, sólo un poco,  y nos decimos:

– ¡ Hasta que cante el cuco no volvemos !

El Pueblo. Verano

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Yo no tuve pueblo.

Fui una niña de «ciudad», pequeña, provinciana, si, pero ciudad.                                           De pueblo eran mis compañeras de colegio «Las Internas» que procedían de distintos pueblos de Navarra : Milagro, Olite, Lesaca, Estella y un largo etcétera.

Parecía que tenía ventajas ser de capital.

Veamos, mi río era el Arga, mi hierba la de la Media Luna, mi monte el Monte las Aguas, hoy Mendillorri, mi pueblo de referencia Sorauren.

Mis animales eran las luciérnagas de los parques y las mariquitas de siete puntos, que me encantaban, mis peces eran los barbos del estanque de la Media Luna y los cisnes los del estanque de la Taconera.  .

Así que a mí el pueblo » se me apareció »  cuando ya, con mis niños, aterricé un verano en el pueblo de Andrés.

Para empezar se me dieron unas buenas lecciones prácticas de naturaleza. Que si esto es el enebro (ginebro), que si las procesionarias, las encinas, la Sima, las tierras calizas.

Veía y tocaba todo lo que en mi cabeza era sólo teoría. Sí, había estudiado muchas cosas en Geografía con el Profesor Floristán : los suelos, las coníferas, los caducifólios, pero en realidad no conocía nada.

La experiencia del pueblo a quien realmente marcó fue a mis hijos.

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Gallinas en la era detrás de casa, terneros a los que Dani daba el biberón, los lunes moler el grano, de vez en cuando la gran ilusión de montar con El Tocayo en el tractor.                 Vivían pendientes de la actividad de la era y a la mañana con los primeros ruidos del tractor o del molino saltaban de la cama.

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Los caracoles, las arañas enormes, los escarabajos de todo tiipo que se acercaban volando a la farola y caían al suelo donde Pablo y Dani junto con sus amigos: Javi, Ignacio, Noé, Víctor y Andrés tenían preparado  un » corralillo» donde con barro, piedras y agua hacían circuítos para que caminasen sus presas.

Por primera vez observaba el ciego vuelo de los murciélagos o escuchaba cada noche al autillo. Mientras tanto Pablo «El Tocayo» nos desgranaba historias preciosas de cuando una vez marchaba andando a Salamanca ……..o aquella otra de cuando tuvieron que dormir al raso…….Nunca me cansaba de escuchar a este gran maestro de la naturaleza a quien mis hijos, sobre todo Dani, adoraban

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Podía estar tranquila charlando con El Tocayo y con Andrés porque en el pueblo estaba inventado un concepto llamado «La Fresca» . La Fresca significaba que los niños no cenaban en casa sino que les preparábamos un buen bocadillo de chistorra, de panceta, de lo que fuese y a las 9 (hora de la Mila) lo recogían y volvían a la calle, bocadillo en mano a seguir con sus juegos, lo que tocase: el corralillo, la bici, la txirristra.

Mientras tanto los mayores sentados a la puerta de casa tomábamos nuestra fresca charlando relajadamente hasta que veías a tu hijo bajar en bici a toda velocidad la cuesta del bar y entonces chillabas como una loca.  ¡Pablo que te vas a matar!

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Llegaban reventados y caían rendidos en la cama.

La actividad mañanera de la era los tiraba de la cama. Un día era moler, otro montar en el tractor o dar el biberón a los terneros. En la era estaba la felicidad.

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Mañana y tarde bajábamos al «Balneario», un balneario en forma de piscina, con agua generalmente helada y con vistas a Monjardín.. Los niños, las toallas, los manguitos y yo tomábamos plaza a la sombra de un ciruelo, siempre el mismo. Los días de piscina pasaban desde el primero en que Dani no se quería meter en el agua de ninguna de las maneras, hasta que ya intrépidos se tiraban por el tobogán, hoy desaparecido.

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Nuestro ritmo piscinero se repetía cada día. Por la tarde a las 5 la merienda, después el Mikolápiz y ya podían pedir patatas, triskis o lo que fuese que nosotras impertérritas les ofrecíamos la fruta.

Hoy me pregunto de dónde sacaba la energía para experimentar «el pueblo» en todas sus facetas, Desde que a la mañana me levantaba con el sonido de la bocina que anunciaba la llegada de la camioneta del pan, siguiendo por coger la leche de la lechera, cocerla, hacer la comida, dos sesiones de piscina, casi me canso sólo de enumerarlo.

Así que cuando a las 9 de la noche te asomabas a la ventana y decías ¡ Pablo, Dani el bocadillo!  pensabas  ¡Bendito sea Dios qué buen invento la fresca!

Ellos aprendieron a andar en bici, más bien a tirarse con la bici por las cuestas del pueblo. Con tanto «deporte de riesgo» no fueron pocas las veces que fuimos a Urgencias al Hospital de Estella

¡Ya verás! ¡En pocos años se olvidan del pueblo!  Decían mis amigas.

Pues no, no se olvidan del pueblo y en cuanto pueden se acercan a fiestas, las que toquen, o al día del Valle, o sin más a ver a sus amigos «chaparreros».

Yo tampoco me olvido del pueblo, aunque ya a mi edad he aprendido a disfrutar sin falta de hacer grandes esfuerzos.

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Canto mientras tiendo al aire libre y observo el ir y venir de las nubes. Tomo el sol en el huerto. Observo Monjardín y sus boiras. También bayeta en mano o con la fregona peleo con los elementos: el polvo, el barro, la paja, las arañas, que también son del pueblo.

Y como buena capitalina me doy el premio de ir cada día a la Mallorquina a tomar un café que lo preparan buenísimo y si hay gana, una coronilla.