Sanfermines (I)

Dedicado a Pablo Santamaría.

Me dice mi hijo: ¿ama por qué no escribes sobre cómo eran los Sanfermines cuando tu eras pequeña? Y nada más escuchar su sugerencia el tiovivo de mis recuerdos comienza a dar vueltas y al poco rato ya están en mi cabeza varias escenas e imágenes.

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La primera es ¿Cómo sabíamos los niños pamplonicas que llegaban los Sanfermines? Pues sin duda por el afán repentino que ponían nuestras madres en hacerte un conjunto de falda y blusa blanca o un vestido, si eras chica, a los chicos les caía el conjunto de pantaloncito corto, blanco, con camisita también blanca con los correspondientes botones de sujeción en la cintura. En todos los casos, por descontado, se completaba el estilismo con el pañuelico rojo

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No veíamos con buenos ojos este vestuario, en linea un poco cursi generalmente y que no se atenía a nuestros gustos, que si la manga farol, que si la falda plisada, que si dos hileras de botones rojos. Nosotras lo que queríamos era un vestido, blanco sí, pero de tirantes que además sería lo más indicado para el calor de julio. Pero el vestido de tirantes no cayó nunca

La segunda imagen es la llegada de los extranjeros, sobre todo americanos y australianos. Comenzaban a aparecer por Pamplona unos días antes de las fiestas. Disfrutaban del sol y la sangría en las terrazas de la Plaza el Castillo. Nosotras les mirábamos principalmente a ellas, tan rubias, tan deshinbidas, tan descubiertas. Los chicos, cómo no, también las miraban. A ningún extranjero se le ocurría tirarse de la Fuente de la Navarrería como años más tarde se pondría de moda entre ellos.

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La tercera imagen es la de la Plaza de los Ajos, enfrente de la iglesia de San Lorenzo, en ella se colocaban los vendedores de ristras de ajos, de ahí el nombre de la plaza. En aquellos años la venta de ajos tenía mucho éxito y era normal ver por la calle a los mozos con ristras de ajos colgando del cuello.

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Cuarta imagen es la Tómbola. Se situaba en lo que entonces era el Paseo Valencia (hoy Paseo Sarasate). Se abría unos días antes del inicio de las fiestas. Nuestros padres nos llevaban un día, compraban unos cuantos boletos, nos los repartían y a ver. A ver si con suerte nos había caído la botella de sidra el Gaitero o los caramelos de café con leche.

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Y ya por fin el día 6 el chupinazo. En aquellos remotos tiempos se podía ir a la Plaza del Ayuntamiento sin demasiadas apreturas  y sin que te chirriaran de champán o te empanaran con Cola Cao, como se puso de moda 20 años más tarde. Estaban los tiempos como para desperdiciar champán, que sólo veíamos en Navidad y el Cola Cao que justo había llegado a nuestros desayunos sustituyendo al café con sopas.

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Al Riau Riau no solíamos ir los niños. Aunque era largo la Corporación llegaba a San Lorenzo en tiempos soportables.

Ya habían comenzado las fiestas y siete días de encierro. Entonces eran a las 7 de la mañana. En la Plaza de toros el tendido 6 que es el de sol de los mozos en la corrida de toros en el encierro se reservaba para mujeres y niños. Como vivíamos tan cerca de la Plaza íbamos con la mamá dos o tres días sólo porque el madrugón era importante. Provistos de periódicos para que no se nos quedara el culo helado y a esperar que sonara el cohete.

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Para entretener la espera una Banda en el ruedo, creo que era la del Maestro Bravo interpretaba canciones como Clavelitos o el 1 de Enero y otras canciones por el estilo que toda la plaza las coreaba y cuando ya la aguja del reloj de la plaza se acercaba a las 7 la Banda daba la vuelta al ruedo saludándonos mientras nosotros aplaudíamos a rabiar. Y a esperar.

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La llegada de los toros siempre era emocionante pero muy rápida y de lo que más disfrutábamos era de las vaquillas que se soltaban a continuación y que daban buenos revolcones a los mozos. Nunca corrían chicas en el encierro.

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Decían que lo típico después del encierro era el chocolate con churros. En mi casa no lo debían saber y la mamá nos llevaba a desayunar en casa. Se acostumbraba también el ir a ver las fotos del encierro en el escaparate de Zubieta y Retegui.

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A media mañana cerca de la Plaza el Castillo nos encontrábamos con los Gigantes y con los temidos Cabezudos, el más malo era el Cara Vinagre. Nos perseguían y nos pegaban con unas botarrinas que hacían poco daño pero corríamos como locos para que no nos pillaran. Les llamábamos los Kilikis. 1277311513648.

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El programa Sanferminero es muy amplio y como todavía estamos en Los Gigantes, osea hacia media mañana, en Sanfermines II continuaré con lo que falta: las Peñas, Las Barracas, Los Fuegos, Así que continuará.

Librerias

Librerías y papelerías se cuentan también entre mis tiendas favoritas.

En la actualidad cuando asomo por una librería conjugo dos verbos: ojeo y hojeo, luego me decido y elijo uno o dos libros, los pago en metálico o con tarjeta y a casa.

Las cosas no resultaban tan fáciles en los años de mi infancia. ¡Ya, ya ! Contaré cómo eran.

Mi primera librería en Pamplona fue «Vaquero» que estaba en la manzana de la Iglesia San Miguel. En «Vaquero» además de comprar los cromos de Sissí, Marisol o Ben Hur, depende de la época, también podías cambiar tebeos y novelas.

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Tebeos: Yo era consumidora de los que se llamaban de «hadas» imaginaros el contenido de los mismos.

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Novelas: Se leían entonces las de la colección «Historias». La mayoría eran biografías que combinaban la narración con algunas páginas de ilustraciones, en blanco y negro por supuesto y muy poco esmeradas. También fueron muy populares por esta época los libros de Celia, éstos no los compraba, me los dejaba una vecina. A la mamá le gustaba leer las novelas, más bien novelitas, de la biblioteca «Chicas. El papá cuando podía leía tebeos de «Hazañas bélicas» La palabra «comic» estaba aún por utilizar, entonces todos eran Tebeos.

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Una visita a «Vaquero» nos permitía, por unos pocos céntimos, cambiar nuestros tebeos y novelas ya leídos por ejemplares nuevos, bueno nuevos, mejor dicho usados pero que todavía no los habíamos leido.

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Con nuestro nuevo botín a la noche nos tumbábamos las dos en la cama de su cuarto, cada una con su lectura. Cuando llegaba el papá de su viaje en camión, normalmente tarde, me llevaba a mi cama, a veces en brazos.

La otra librería de culto de mi infancia fue «la librería Amaya» junto al Mercado del Ensanche. Era de todo, librería, papelería, estanco. Lo mismo el papá se compraba los puritos que la mamá la lotería o el papel de forrar los libros, bueno, como ya he dicho, de todo.

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Allí de vez en cuando conseguía que me compraran algún capricho como por ejemplo un lápiz adornado con los dibujos del TBO y en su extremo un muñequito representando algún personaje de la familia Ulises,  la Sra. Sinforosa a ser posible,que era mi favorita. Esto era lo más de lo más. La de vueltas que le daba al lápiz y cuánto me gustaba el muñequito.

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Los domingos al mediodía nos acercábamos hasta esta librería y me compraban cromos, no muchos, y algún tebeo «de hadas» que eran los que me gustaban, después en el bar Amaya ellos tomaban «el vermut» y a mí me daban cuatro aceitunas pinchadas en un palillo y tan contenta.

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No me interesaron nunca los tebeos que yo llamaba de chicos, ni «El Jabato» ni «El capitán Trueno». Mi mundo era el de las princesas y las hadas, de ellas pasé directamente a las protagonistas femeninas de novela: Ana Karenina, Rebeca, Lucrecia Borgia , Jane Eyre y sobre todo Catherine enamorada de Heathcliff  en ·Cumbres Borrascosas».

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Nota. Al escribir este último párrafo pienso que mañana mismo me doy a la labor de leer una vez más «Cumbres Borrascosas».

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Una de pasiegas

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Mari siempre estuvo orgullosa de su origen pasiego. Había nacido en una aldea cerca de San Roque de río Miera. Poco se sabía entonces de los pasiegos, a no ser que las madres llevaban a sus pequeños en cuevanucos a la espalda y una canción que los mencionaba:

 

“Lo que bailan los pasiegos                                                                                       en aquel valle de Pas                                                                                                 lo que bailan los pasiegos                                                                                           con el cuevanuco atrás»

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Se desconocía todo de aquellas tierras y su peculiar modo de vida trashumante. En la Universidad por fin aparecían los dichosos pasiegos en la asignatura de Geografía Humana, en concreto en la lección de las migraciones estacionales.

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Su infancia, de la que hablaba sin complejos, fue difícil. Era hija póstuma, es decir nació cuando su padre ya había muerto, en Madrid, parece que de una pulmonía.

Muchos pasiegos tomaban entonces el camino de Madrid donde abrían vaquerías para proveer de leche a la ciudad.

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Su madre, la aguerrida Adelina, quedó sola en Madrid con 4 hijos, uno de ellos, la recién nacida Mari y viendo que su único suministro de leche era el de su propio pecho, con el que amamantaba a la pequeña, lo que hizo fue colocarse como ama de cría en casa de unos marqueses. Hay que decir que en la capital las pasiegas eran muy cotizadas como nodrizas. Allí en la calle Barquillo había un bebé al cual la señora marquesa no iba a amamantar, quien lo hizo fue Adelina convirtiendo así en hermanos de leche a Mari y Luis, el hijo pequeño de los marqueses.

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De este modo Adelina, la cerrada montañesa, se transmuta en un ama uniformada, callada ,de modales pausados y mirada algo desconfiada. De sus 4 hijos sólo la recién nacida queda con ella, los otros tres son internados en colegios religiosos, se supone que de huérfanos o de algún tipo de beneficencia.

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La vida de Adelina se transformó. Comenzaron los viajes a las distintas fincas de los marqueses, el veraneo en San Sebastián donde los marqueses tenían una villa junto a Ondarreta, las salidas en coche  con chofer, los viajes a Roma y otras capitales europeas.

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Al mismo tiempo se sumergió en el ambiente cordial de las sirvientas de la casa: la cocinera, las doncellas y otras más que reunidas en animada charla en el cuarto de plancha o en el de costura contaban sus cuitas y aspiraciones de una vida mejor.

Mari nació en 1927 y hasta julio de 1936 en que se produjo el levantamiento de Franco parece que su vida transcurre sin grandes incidentes. Los veranos los pasa en San Roque junto a sus tíos pasiegos a los que quiso mucho y siempre recordó: los tíos Jaime, Federico y María. .

Adelina está en Portugal con “los señores” cuando estalla la guerra civil. Sus hijos siguen en Madrid internos. Apresuradamente una tía consigue sacarlos de los respectivos colegios y los recoge en su casa durante toda la guerra.

Mari tenía recuerdos muy vívidos de esta época y los contaba sin ningún tipo de reparo. No hablaba de política,pero sí de “los desastres de la guerra” que sufrió desde que contaba  9-10 años hasta los 13 por lo menos

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Ella decía que la parte buena de Madrid en guerra era que no había escuela y que los niños andaban todo el día jugando por la calle entre desmontes Lo peor el hambre y la bajada a los refugios durante los bombardeoscapa

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.El hambre. La comida escaseaba, las lentejas tenían bicho y cuando comían carne ella estaba segura de que era gato y no conejo como le decían. Por esta razón jamás guisó conejo diciendo ·” ya me dieron en guerra bastante gato por conejo “.

La bajada a los refugios, normalmente a las estaciones de metro,  era otro momento a temer. Mari no hablaba tanto de esto pero su hermana, 5 años mayor que ella  40 años más tarde aún se angustiaba y temblaba ante un posible viaje en metro. Para ella ya siempre el único medio de transporte en Madrid fue el autobús, al que llamaba camioneta y el metro fue ya siempre un trauma.

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Como consecuencia de la guerra su escolarización fue deficiente a pesar de ello en los años posteriores al 39  las dos hermanas realizan estudios de Corte y Confección muy concienzudos.

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Estos estudios de Corte y Confección fueron muy importantes para su posterior modo de vida. La mayor fue hasta su jubilación modista de una prestigiosa casa de modas y Mari,ya casada, contribuía a la economía doméstica con la costura.Cosía batas de colegio, uniformes, ropa sencilla pero lo hacía con esmero y bien.

El dinero que ganaba con la costura iba a su “bolsa”, el cajón de la máquina de coser. Así ella se organizaba y pagaba “extras” como el dentista o algún capricho para sus hijos  y ese dinero para ella era una  forma de independencia.

A los 44 años cuando inesperadamente quedó embarazada. Debido a su edad el ginecólogo consideró que se trataba de un embarazo de riesgo, como así resultó, y le recomendó que no cosiera más a máquina porque el pedaleo y la vibración no eran convenientes en su estado Para ella fue un disgusto dejar la costura, y allí quedó la Singer triste y sola para siempre.

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Su marido siempre despreció un poco el origen de estas mujeres pasiegas, aldeanas, decía él, pero se llevó una buena sorpresa cuando por fin Mari viajó con toda su familia para que conocieran el valle de Pas.

El viaje se proyectó para el mes de agosto, en concreto para el día 16, día de San Roque, en el que se honra al patrón y la Virgen de Valvanuz con una romería en los prados próximos a la ermita de la Virgen.

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Y allá fueron. Les festejaron a tope. Todos los tíos, primos y demás parientes de Mari, todos altos y fornidos cantabrones, se esmeraron en mostrarles lo mejor del valle, pero lo que entusiasmó de verdad a su marido, del que se decía que tragaba como un “ansarón”, fueron las suculentas comidas: los filetes y las chuletas de carne auténtica, las quesadas, los sobaos. Vamos que los pasiegos no se alimentaban de nabos como suponía él sino que comían manjares de reyes.

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Prados y más prados, empinados prados por todas partes y Mari entusiasmada diciendo que ella heredaría tales prados y cuando le contestaban que total sólo se trataba de hierba, ella ilusionada respondía que algún día allí se construiría una estación de esquí y los prados se revalorizarían. ¡Pobre pasieguita!

 

La niña vestida de Primera Comunión

escanear0001Esta primorosa niña vestida de Comunión soy yo a los 7 años.

No me falta un detalle, tanto en el vestido, que es de plumeti, con sus correspondientes lorzas y tiras bordadas como en el resto del estilismo: el tul , los guantes, la limosnera, la corona. Todo blanco, que el blanco simbolizaba la pureza, cuando nosotras ni sabíamos qué quería decir la palabra.

Las únicas joyas, también religiosas, la medalla de la Virgen y el rosario de cuentas de plata. Y no faltaba el Misalito con tapas de nácar.

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El peinado, de roscas, solía llevarlo habitualmente y era uno de mis favoritos. Aún hoy me sigue gustando peinarme con recogidos de trenza.

Pero lo que más veo en la cara de esta niña, su belleza aparte, es lo buena que es, su deseo de complacer, agradar, cumplir. Contaré un detalle. Los días previos a la Primera Comunión eran de nervios, ensayos. Comulgábamos en la Catedral porque nos daba la Comunión el Obispo (D. Enrique Delgado Gómez). Las monjas nos llevaron una y mil veces a ensayar: cómo entrar despacio, de dos en dos… Maite Cabodevilla y Marisita Navarlaz las últimas porque éramos las más altas. Pero, fatalidad, Marisita faltó unos días y se perdía en los ensayos.

– !Maite! Tú enséñale cómo hay que hacerlo. Menudo agobio.

El día de la ceremonia cuando por fin me senté en “mi” banco, en “mi” sitio, descansé entre la ampulosidad de las faldas almidonadas. Nos mirábamos unas a otras embelesadas de lo guapísimas que estábamos.

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Todo lo del ayuno, la comunión, la patena, el rezo, nos lo sabíamos de memoria, estudiado en el Catecismo y machacado hasta el aburrimiento.

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Lo grande era ir de “reina” aunque sólo fuese por un día. En aquel tiempo no había posibilidad de vestir nada especial ni en Carnaval, que entonces no se celebraba, ni en Caldereros, ni en Santo Tomás. Nunca jamás. El vestido de Comunión te lo ponías sólo tres veces: el día de la ceremonia, el de la foto y el 24 de mayo que de los Salesianos salía la Procesión de María Auxiliadora.

Y a conservar la pureza hasta estar aburrida de ella, que es como acabamos todas, hartas de la pureza y de no saber qué era pecar contra el sexto mandamiento.

¡Pobres criaturas !, ¡con 7 años¡

A Madrid en camión

A los 10 años superé sin problema el examen de ingreso en el colegio, el que estaba junto a la Media Luna, el Santo Ángel . Para celebrar tan extraordinario acontecimiento me mandaron un mes del verano a Madrid a casa de la abuela Asunción y la tía.

Lo extraordinario de este viaje fue que el medio de transporte resultó ser el camión, sí,  aquel  Man gris con el que el papá viajaba por toda España.

man1Allí iba yo, carretera de Soria adelante, avanzando el camión por una estrecha  carretera delimitada a los lados por una fila de árboles con el tronco blanqueado. Sentía que me iba comiendo la carretera allí encaramada en medio de la cabina entre el papá, que iba al volante, y su compañero de viaje que ocupaba el asiento del copiloto.  .

El viaje tenía su dosis de emoción. Cuando el papá gritaba alarmado: ¡  la Guardia Civil ! yo tenía que deslizarme hacia abajo para esconderme, porque estaba claro que les iban a echar el alto y seguro que una multa si me veían allí sentada.

Recuerdo muy bien el viaje de ida, se conoce que para la vuelta ya estaba acostumbrada a todo: al volante y la luna delantera enormes, a los árboles abriéndome el camino y a los avisos apresurados del papá.

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La casa de la abuela en Madrid tampoco era una mansión, sino un pisito en una de las barriadas levantadas en los años 60 a base de construir casas de papel.

Para mí era un mundo nuevo, sobre todo el cuarto de costura de mi tía con sus sillas bajas de enea donde ellas cosían y cosían. La habitación estaba llena de telas, hilos y alfileres que yo me divertía en recoger del suelo con un imán. Lo que yo no jugaría con aquel imán.

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Salíamos al centro, a Ventas, a la calle Alcalá con aquel novio de mi tía que nos llevaba a cafeterías elegantes, a comer canapés (primera vez que los comía) y a las Mantequerías Leonesas donde comprábamos caprichitos.

Fui habituándome a la vida veraniega del barrio de Simancas, a ir a comprar churros y porras que te vendían ensartados en una caña, a salir con la fresca a las terrazas a tomar cañas (yo helados claro), a ir a comprar el pan que llamaban “pistolas».

churrosVolví muchas veces a Madrid ya en el Ter generalmente pero ningún viaje tan emocionante como aquel primero en camión.

 

Maite y el cine

A pesar de que ahora casi nunca voy al cine y sólo veo las películas que me interesan en la tele, yo he sido una gran cinefila.

Mi estreno como espectadora fue grandioso. Los papás me llevaron en Pamplona, al cine Olimpia a ver  «101 dálmatas”. ¡Una maravilla! Tendría yo unos 6 años.

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A partir de esta edad todos los niños del barrio acudíamos los domingos a eso de las 4 de la tarde al cine Parroquial de la iglesia San Miguel.  Aquello había que verlo y olerlo.

Recuerdo que no había butacas sino sillas y allí nos apelotonábamos para ver por el módico precio de 1 peseta las maravillas del momento: «Fray Escoba», «Morokai», «El niño del traje blanco», «Marcelino pan y vino» y todas las películas del nacionalcatolicismo. Nosotros nos lo pasábamos bien y con alguna moneda de dos reales, sí, las del agujero en el centro, nos comprábamos alguna chuchería.

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Hacía los 10 años abandonábamos ya este inmundo cine infantil y acudíamos los domingos al cine de verdad, a ver con las amigas las películas de rabiosa actualidad.

Una de las primeras fue  «Un rayo de luz» de Marisol y luego todas sus demás películas, todas, sin perdernos una.  Además comprábamos el álbum y coleccionábamos los correspondientes cromos. Comprar, pegar, cambiar repes, tachar de la lista. Todo un mundo el de la colección de cromos.

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Otra película del momento fue “Sissí”, también con todas sus secuelas, «Sissi emperatriz» y demás y por supuesto con álbum y cromos.

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Luego estaban las de Pablito Calvo que no me gustaban y ya por fin llegaron las grandes producciones: “Ben-Hur, “Los Diez Mandamientos”, “El Cid”… Todas con cromos y álbum incorporados.

A los 15 años cuando ya cursaba 6º de Bachiller me hice socia del Cine Club Lux. Las películas se proyectaban en el cine de Jesuítas, muy cercano a mi colegio. Veíamos la película, había un moderador y posteriormente un coloquio en el que yo jamás abrí la boca.

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Allí es donde me hice cinéfila. Me vi todas las de Bergman, las del neorrealismo italiano, las de “la nouvelle vague”, Pontecorvo, que sé yo. Un mundo de películas. Unas me impresionaban, otras directamente no las entendía y me causaban desasosiego como “Persona” de Bergman. Bueno las de Bergman todas causaban inquietud, pero había que verlas.

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En cada película te daban un tríptico con unos apuntes sobre el Director y la sinopsis del argumento. Yo guardaba todos estos trípticos e incluso me hacía  fichas de las películas. Las guardaba amorosamente en mis cajones y cuando vine a Donosti ya las perdí.

Tanta era mi afición al cine que cursando 2º ó 3º de carrera me matriculé en Valladolid en verano en un curso de Cinematografía. Allí aprendí muchísimo con Fernando Méndez Leite y el Padre Lamet. Recuerdo que la película del examen de fin de curso fue “Cantando bajo la lluvia” y yo la bordé.

Pasados los años y ya como profesora me gustaba poner a los alumnos alguna película que se relacionase con el tema que estudiábamos. Así veíamos “2001: Una odisea del espacio”, “Tiempos modernos” y muchas más que en aquel entonces los alumnos agradecían.

En los últimos años ya ninguna de mis películas podía interesar a unos jóvenes totalmente entregados al cine de los efectos especiales, o de ciencia-ficción. Después de “Matrix” nada de lo que yo sugería les gustaba y menos si era muda y en blanco y negro como me sucedía con “Tiempos Modernos”, que abucheaban sonoramente desde las primeras imágenes.

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La escalera de la calle Olite

En la escalera de la calle Olite no había ascensor. Eran 5 plantas, nosotros vivíamos en el 3º

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Los lazos de vecindad eran muy estrechos sobre todo entre las mujeres y los niños.

En aquellos tiempos las mujeres bajaban al portal a comprar el pan, la leche y su parloteo era constante.

La mamá a media mañana cogía la cesta de la compra y salía hacia el Mercado Nuevo, el de la calle Amaya. La yaya siempre le decía: “Mari, no tardes mucho” pero la mamá siempre tardaba demasiado, en opinión de la yaya.Porque allí iba ella en busca de borrajas, huevos, atún o lo que fuese pero en cada puesto unas palabras de puesta al día, entre compra y compra el encuentro con una amiga. Diariamente claro, porque entonces no había supermercados, ni frigoríficos. No se podía acumular comida en casa donde el único sitio para conservar los alimentos era “la fresquera”.

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Cuando ya fui un poco mayorcita, unos 10 años, si no había clase era yo la que iba a la compra. Me encantaba comprar el aceite a granel que lo  hacían caer en la botella de vidrio mediante un émbolo. En el puesto de las aceitunas la mamá me dejaba comprarme una peseta de las de “ajillo” y  yo tan contenta y al volver con el monedero bien apretado entre las manos pudiera ser que me diera propina o a veces yo sisaba un poco.

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Pero volviendo a la escalera, la mamá era amiga de todas las vecinas pro sobre todo de la vecina del 5º  cuyo hijo, que murió hace dos años,  era el mejor amigo de mi hermano el mayor.

No vivían en la escalera chicas de mi edad, eran más pequeñas.

Los pisos tenían un balcón al patio de manzana al que se accedía desde la cocina y otro a la calle Olite que estaba en la habitación de los papás.

Recuerdo cómo pasaba muchos ratos mirando por la ventana de la cocina la caída impetuosa de la lluvia que formaba palomitas sobre los grandes charcos del patio.

El balcón siempre estaba ocupado por baldes de ropa a remojo, o en azulete o en lejía. Además la ropa tendida, los geranios de la yaya que cuidaba amorosamente. Había también un armario con vajilla : tacitas de café, de chocolate, vasitos de licor, a nosotros nos encantaba abrir el armario y jugar con ellos , sobre todo a mis hermanos que colocaban dos bancos delante del armario y se montaban un bar un bar y jugaban a “camareros».

Cuando daba el sol era muy agradable sentarse en el balcón y ese fue mi primer secador de pelo, al sol en el balcón.

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El balcón a la calle Olite era otra historia. Allí nos asomábamos la mamá y yo a observar la vida de la calle: la entrada a Misa de San Francisco, las procesiones, la entrada a los toros en San Fermines y muchas veces desde este balcón la mamá controlaba que los chicos no riñeran camino de los Escolapios.

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Cuando vuelvo a Pamplona siempre paso por la calle Olite. El edificio está igual, sólo han rehabilitado la fachada. Lo miro sin nostalgia pero siempre pienso cuánta vida albergó aquel pequeño piso.

Media Luna

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En cuanto llego a Pamplona mi mayor ilusión es dar un paseo por la Media Luna, el lugar de los juegos de mi infancia.

La Media Luna es un amplio parque cuya barandilla se asoma al río Arga y desde ella se divisa el discurrir de las aguas, las Pasarelas. la Madalena, la Rochapea.En aquellos tiempos veíamos también las huertas que suministraban las verduras a los Mercados de Pamplona.

Pasear por la Media Luna en invierno con sus innumerables bancos blancos vacíos, los estanques descuidados, los árboles desnudos,el suelo embarrado, no me impide recordar y volver a aquel parque de mi niñez al que íbamos desde que empezaba el buen tiempo y todas las tardes de verano hasta el anochecer cuando nos entreteníamos observando las luciérnagas, ¡ Había luciérnagas !

La mayoría de abuelas del barrio nos llevaban a este parque, generalmente a la zona donde está el monumento a Sarasate, justo al lado de la pista de patinaje.

Ésta era la zona más soleada en donde ellas, sentadas, hacían punto, ganchillo o cualquier otra labor hablando sin parar; mientras tanto nosotros jugábamos a «tres navíos en la mar», al escondite o al marro, chicos y chicas, o bien las chicas solas saltábamos a la cuerda o botábamos la pelota.. De vez en cuando la yaya, la señora Francisca y las demás se acordaban de nosotros y nos gritaban: ¡No os mojéis!¡No os manchéis¡ !Venid a por la merienda¡

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El más trasto de todos era mi hermano pequeño, buena pieza, que les sacaba a las abuelas los puntos de las agujas o metía la cabeza entre los barrotes de la barandilla y luego no la podía sacar.

En teoría se podía patinar o andar en bici pero casi nadie tenía esos adelantos. Sólo contábamos con pelotas, cuerdas para saltar, pedruscos para jugar a la china y cromos. Los chicos, claro, balones. Nosotros teníamos en «Los Jardinicos» unos amigos que tenían bici y de vez en cuando nos dejaban dar una vuelta a la manzana con ella..

También jugábamos a esconder tesoros. El tesoro consistía en un papel brillante de plata o de celofán, de los que envolvían los caramelos y sobre él colocábamos un trozo de cristal para enterrar «el tesoro» junto a alguno de los árboles. El objetivo del juego es que los demás no descubrieran tu tesoro por lo que procurábamos ocultarlo bien.

Nos gustaba también hacer incursiones por los jardines de los chalets colindantes y cogíamos manzanicas de pastor y «tapaculos» (Hoy sé que los dichosos «tapaculos» son el fruto de la muy valorada rosa mosqueta).

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Respecto a las flores sólo cogíamos margaritas silvestres con las que formábamos ramitos que se pochaban en seguida. Las más odiadas eran unas margaritas grandes amarillas que llamábamos «meacamas» porque se decía que si las tocabas a la noche te meabas en la cama.

Al ir cumpliendo años venían ya las transgresiones y comenzábamos a rondar por las zonas prohibidas prohibidísimas a las que ninguno debíamos ir, por ejemplo las Pasarelas.

Las Pasarelas son unas grandes piedras colocadas en el lecho del río Arga que permiten atravesarlo  para llegar a la Rochapea. Me emocioné muchísimo cuando vi muchísimos años después que Montxo Armendariz había rodado una de las escenas más emotivas de su película «Secretos del corazón» en las Pasarelas y no me extrañó la elección del lugar porque en nuestra niñez uno de los ritos de iniciación era cruzar corriendo las Pasarelas. A mi me costó bastante porque era un poco miedica pero al final alguien me animó y las cruce.

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Superada la etapa infantil ya comenzábamos a acudir a la Media Luna las chicas solas, sin abuelas. A la salida del cole nos reuníamos en este parque para fumar en comandita nuestros primeros cigarrillos de las marcas Lark o LM que entonces nos parecían lo más de lo más. Nos colocábamos estrategicamente en algún banco desde el que se pudiera observar a las parejas «dándose el lote». El lote entonces eran unos besos y algunos achuchones como mucho, Nada más.

El siguiente paso es que dieras por la Media Luna un paseo con alguno de los chicos con los que tonteábamos. Entonces podía pasar que el chico te  diera la mano o te enredara en el pelo. ¿Besos? Entonces no recuerdo.

Yo también tuve mi enamorado en la Media Luna, iba a los Maristas y me llamaba «la Coletas». Era un chico muy simpático que me gustó durante un tiempo.

Y ahí terminaban nuestras aventuras en la Media Luna. Posteriormente se abrió un bar con terraza que funcionaba en verano. Ya eramos «mayores» y nos sentábamos a tomar Coca Cola y patatas fritas y ya nos molestaban los chillidos de los juegos infantiles.

 

Nota: En los estanque de la Media Luna había peces, algunos de color salmón y si el agua estaba limpia los veías nadar de un lado a otro.

Algunos inviernos, pocos, los estanques se helaban y era emocionantísimo deslizarse sobre su superficie.

 

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La princesa destronada

Mi primer hermano

A juzgar por las abundantes fotos de la época, todas en tamaño pequeño y con los bordes recortados, yo era una niña preciosa de cara de luna, morena y con unos enormes ojos azules. En diversas fotos posan conmigo orgullosos los papás y la yaya. En todas estamos guapos y bien vestidos, supongo que son fotos hechas en domingo cuando se vestían las mejores galas.

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Pero, yo era una niña y el papá anhelaba un vástago varón. Se dieron a la labor pero la mamá no se quedaba embarazada. (Esto ella me lo contó cuando yo ya era universitaria y podíamos hablar de estos temas.)

Tan cabezón se puso el papá con su «chico» que la mamá acudió a la Maternidad a la consulta del ginecólogo de aquellos tiempos en Pamplona, el Dr. Alcalde. Le puso un tratamiento, supongo que sería algo hormonal y al poco tiempo quedó embarazada.

¡Y fue chico!  Nació en la Maternidad, no como yo que nací en casa. Nació en agosto y  único que recuerdo es que en casa le esperaba un precioso moisés vestido de color amarillo.

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Yo llevaba encima 5 años de mimos de «hija única» así que a la fuerza tuve que ser una «princesa destronada» aunque no tengo ningún recuerdo de rabietas o celos y ahora ya no tengo a quién preguntar sobre mis reacciones ante el nuevo hermanito.

Ya empiezan a aparecer las fotos con mi hermano «moñoñito», perfectamente vestido con su pantaloncito corto que nunca se le caía porque la mamá, previsora, cosía unos botones en las blusas y unos ojales en los pantalones y así se sujetaban.

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De pequeño fue un niño delicado para las comidas. La mamá le preparaba unas papillas de harina tostada que a mí me volvían loca pero que él no las quería ni probar. El pescado le producía alergia, probaron con las croquetas, eso sí le iba bien. Vaya con el mimadito.

Bueno, pues ya eramos dos, dos a la Media Luna, dos al cole, dos a casa de los amigos que tenían tele, para ver los domingos Rintintin.

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Fue un niño sonriente y tranquilo, eso sí, pero el rigor de las desdichas. Todo le pasaba a él. El suceso más notable fue el de la motocicleta. El papá la había traído de alguno de sus viajes y tuvo la feliz idea de llevarnos al río a los dos montados en la moto. Supongo que iríamos a Oricain o a Arre. Nos montamos los tres, mi hermano en medio con las piernas levantadas. En el viaje de ida no hubo problemas pero en el de vuelta se descuidó y metió la pierna en los radios de la rueda. ¡ Qué avería!  Ahí estamos los tres sentados en un banco de «los Jardinicos» no sabiendo si ir derechos a la Cruz Roja o a dar la noticia a la mamá.

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Pronto mi hermano tuvo su amigo del alma en la escalera, juntos a los Escolapios, juntos a la Media Luna, inseparables hasta la adolescencia en que sus rumbos se distanciaron.

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Nota: incorporo hoy estas fotos de mi «hermanito» meses después de la publicación de esta entrada y viéndolas me digo:

–  ¡Nada tiene de raro que mi hermanito me destronara siendo él tan moñoñito !

 

Ajuar portátil

Qué bueno¡ Mis amigas piensan que la razón de que este blog se llame «ajuar portátil» es porque hace referencia a cómo voy por la vida cargando un gran bolso en el que llevo además de lo propio de un bolso: llaves, carteras, cosméticos y demás; atesoro en él la novela que toque, el cuaderno por si se me ocurre escribir, puede que algún libro de griego y ya para completar el kit pluma, lápiz y bolis.

Pues no chicas. En un principio pensé llamarlo «sin habitación propia» haciendo referencia al libro de Virginia Wolf.

Al fin me decidí por «ajuar portátil» porque estos recuerdos están localizados en la Pamplona de mi niñez, y allí, en el piso de la calle Olite  sí que yo tenía ajuar portátil.

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Os explicaré por qué. Aquel piso no tenía nada más que tres dormitorios, uno para los papás, otro para los chicos y el último, el más engalanado, para la yaya. Era en su habitación donde yo tenia mi cama, teniendo que ver cada noche sus largos calzones, su orinal, sus escapularios y aguantar aquel olor a rancio que la habitación tenía.

Todas las noches rezábamos «el Jesusito de mi vida», a las almas del Purgatorio y al Ángel de la Guarda. Ella a menudo sufría pesadillas siempre referidas a gitanos que le robaban los niños mientras lavaba en el río.

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Más vale que cuando no iba al cole porque estaba con anginas o empachada pasaba el día «solica» en aquella habitación cercana a la cocina escuchando a la mamá trastear y cantar las melodías dedicadas de la radio y entonces sí que estaba cómoda en la habitación de la yaya.

En cuanto tuve voz propia dije que necesitaba dormir sola porque yo quería estudiar y leer y la yaya no me dejaba estar con la luz encendida. Como era muy estudiosa me creyeron y conseguí «mi habitación propia»: el comedor.

Cada noche esperaba que la familia acabara de ver la tele y entonces yo abría la ventana para ventilar la habitacíón, sobre todo del humo de los puritos del papá. Sacaba la cama plegable del sofá y allí dormía yo, sola, tan feliz, sin habitación propia, pero acomodando como podía «mi ajuar portátil» es decir los libros, mi diario… Y ya no rezaba a Todos los Santos sino que oía tranquila las campanas de San Francisco marcar las horas de la noche.

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Y a la mañana siguiente vuelta a recoger el campamento, y contenta porque yo lo que quería era un huequecito sólo para mí.

Tampoco es que mis hermanos tuviesen habitación propia, bueno sí, una para los dos. Las camas estaban empotradas en un armario y se sacaban cada noche de tal manera que cuando ya estaban desplegadas no se podía abrir la puerta más que un pequeño resquicio por el que justo salían ellos cuando querían hacer pis.

Guardando tantos y tan buenos recuerdos de la vida en la calle Olite me doy cuenta ahora de la estrechez de nuestra vida en aquel piso en el que la única nota moderna la ponía el papá cuando a la vuelta de sus viajes con el camión nos sorprendía trayendo un abeto por Navidad, o palmas rizadas para Ramos, lo último en maquinillas de afeitar y hasta una motocicleta. Él siempre con sus adquisiciones y la mamá siempre echándose las manos a la cabeza.

Resumiendo, en la calle Olite la única que tenía » habitación propia»  con bien de colchas doradas, lámparas con lagrimitas y hasta fruta rica escondida en el armario era la yaya, que nos quería con locura y nos cuidaba cuando salíamos a la Media Luna porque la mamá siempre estaba cosiendo.

Cuando cumplí 14 años la cuidadora de los chicos pasé a ser yo.

 

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