Hacer café

La mamá, la tía Feli y yo hemos sido grandes «cafeteras». Utilizo el presente aunque sólo sigo yo aquí conservando la tradición.

Un cafecito venía bien a cualquier hora de la mañana, la tarde o incluso de la noche. A la mamá le solía llevar su vasito de café al «cuarto pequeño» cuando estaba pedaleando con la máquina de coser y ella lo bebía tan a gusto.

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Entonces para hacer café utilizábamos un puchero ennegrecido por el uso, alto y panzudo donde al romper a hervir el agua echábamos el café, a veces con achicoria, la mayoría de las veces sin ella porque como buenas cafeteras preferíamos el café café.

Y a esperar a que se posara. Para colarlo se utilizaba una manguera de tela que impedía el paso de los posos.

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Café en el desayuno, con sopas o con galletas. Al mediodía al papá,siempre tan señor él, le preparábamos un carajillo con el alcohol quemado incluido. Yo solía ser la encargada de este menester.

Conforme avanzaba en los estudios me fui haciendo adicta al café.En mis tiempos de universitaria y en época de exámenes nada de consumir «Centraminas» o «Minilip»,yo a la noche me preparaba un buen café y hasta que aguantara despierta. Luego a la mañana otro café y en marcha.

El café se compraba en grano, normalmente de cuarto en cuarto y para ser más concreta en Cafés Arrasate que estaba en la calle Amaya cerca de la Plaza del Mercado.

Cada vez que se hacía café se molía en el molinillo, manual claro, y conforme avanzaba la molienda se extendía por toda la cocina el aroma embriagador del café recién molido.

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Pronto apareció el molinillo eléctrico de ruido atronador y sin el encanto del manual que quedó relegado a objeto decorativo.

Fueron también a la basura la manguera y el puchero negro porque se entronizó en la cocina la cafetera italiana, más cómoda, más limpia, ¡Qué gran invento!

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Yo he permanecido fiel a la «italiana» durante toda una vida. sin sucumbir a la moda de las eléctricas, ni las de filtro en cuya jarra quedaba el café todo el día de malo que estaba.

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Bueno, he sido fiel hasta hace 3 años cuando mi hijo Pablo me regaló lo último en cafeteras, la Nespresso, sí la pija de las cafeteras, pero que me permite otra vez sentir el aroma del café cuando se rompe la cápsula.

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Ya voy por mi segunda Nespresso a la que le damos buen tute, aunque claro los años no perdonan y quitando el café matutino todos los restantes son descafeinados.

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No me gusta que nadie me cuente los cafés que tomo a lo largo del día, yo tampoco los cuento. Son bastantes.

Un recuerdo ahora para la querida tía Feli tan aficionada también a sus «cortaditos». Se las vio «negras» la pobre cuando ya en la Residencia donde paso sus últimos años tenía que consumir sus cafés de la máquina y le limitaban a uno al día y no uno tras otro como ella hubiera deseado.

En mi familia soy la última de las cafeteras. Paula que también era buena consumidora de «americanos» se ha pasado también a las infusiones, la traidora de ella.

Las nuevas generaciones tiran para la infusión. En casa tengo de todas: manzanilla, menta poleo, te de todos los colores y con todos los ingredientes, canela, frutas del bosque, anis…

Ellos, sobre todo «ellas» a sus infusiones. Yo sólo he tomado infusiones cuando estaba enferma y litros de tila cuando estaba nerviosa.

Yo, por ahora sigo «tomando café»

Miedo al dentista

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A petición de mi hermana pequeña Paula y dedicado a ella escribo esta nueva entrada titulada «Miedo al dentista».

Sí, sí, teníamos miedo al dentista y con razón.

Entonces las consultas de los dentistas no eran los locales actuales, luminosos, con blancos sofás y decoración minimalista, hilo musical y hasta pantallas de televisión en el techo para que mientras te hurgan en la boca entretengas tu mente mirando qué se yo, lo que toque, casi siempre Tele5.

De las blancas paredes cuelgan cuadros de tonos fríos y suaves para que relajen el espiritu.

Sobre las mesas todo tipo de revistas, desde el Cosmopolitan a las de motos y coches o tebeos para  los niños.

¿Qué ha sido de aquellos ruidos desalentadores que escuchabas en los años 60 mientras atendían al paciente anterior? Pues tampoco los escuchas ahora porque el aparataje también ha avanzado mucho y el torno ya no hace ruido de torno.

De manera que ahí estás tú tan tranquila esperando tu turno mientras te pones al día en maquillajes y escuchas pongamos por caso «Supertramp» ¿Se puede pedir más?

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                            El origen del miedo

Yo con mis primeras reglas tuve unas fuertes hemorragias que además de causarme una anemia importante dejó mis dientes totalmente careados.

Osea que, ¡ Al dentista!. Claro que había que pagarlo y aguantarlo.

Del pago se encargaba la mamá que tenía sus «ahorrillos» de lo que sacaba de la costura guardados en uno de los cajones de la máquina de coser.

Aguantarlo fue cosa mía. El dentista tenía la consulta en la entonces Avda. de Franco en la misma manzana de nuestra casa y así todos los días cuando salía al mediodía del Colegio iba a su consulta, luego a casa a comer un puré y vuelta al Cole. Un plan «alucinante» del cual lo peor era que el hombre procuraba por todos los medios no usar anestesia.

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Así que no es de extrañar que, superado aquello, no volví al dentista hasta que me quedé embarazada de mi primer hijo.

Ya estaba en San Sebastián, los años habían pasado y la consulta del Dr. Cabezudo tenía ya casi todos los elementos modernos que antes he mencionado. El precio también era de diseño.

Pero he de hablar de otro dentista de Pamplona, el Dr. Clavero. A su «consulta-museo» acompañaba a mi hermana pequeña Paula que ya era una niña de los nuevos tiempos y llevaba su correspondiente aparato de ortodoncia.

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La consulta estaba cerca de la Plaza Príncipe de Viana y antes de subir entretenía a Paula viendo los escaparates de la juguetería  Purroy que estaba cerca.

A la niña no le gustaba ir y no era de extrañar. Paso a describir la consulta. La palabra que más le iría es  » tétrica». El suelo todo de una madera oscura, que sería noble, pero crujía con cualquier paso que se daba. Las paredes también de» boiseries» bien oscuras que daban al piso el aspecto de un agujero negro.

Los únicos cuadros eran los títulos enmarcados del Dr. y en la entrada en lugar preferente un gran tapiz representando una extracción de una muela , que sería en la Edad Media , pues en la escena lo que más llamaba la atención era un alicate de tamaño considerable. Asustaba al miedo el susodicho tapiz.

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 Completaba el conjunto ornamental una escultura de Santa Apolonia que creo es la patrona de los dentistas.

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A mí Clavero me parecía mayor, no sé si lo era, porque cuando eres joven todos los de más de 30 te parecen viejos y entonces yo era joven.

Carecía de la mínima empatía para conectar con una niña de 13 años a la que semanalmente tenía que ajustar los hierros del aparato. Llegábamos. Paula se colocaba en una fila de niños en el pasillo y cuando salía Clavero iba de uno en uno apretando los hierros. Paula dice que lo hacía con un aparato especial. De eso ya no me acuerdo.

¿Una sonrisa? ¿Una palabra de aliento? Nada de nada.

Así que no es de extrañar que nuestra niña en cuanto fue joven abandonara los cuidados del Dr. Clavero.

Ahora casi 30 años después resulta que la boca de Paula si hubiera necesitado la continuación del tratamiento de ortodoncia.

Resulta que ahora tiene que llevar los correspondientes brakets, también hijos de nuestro tiempo, con el objetivo de enderezarle la mandíbula. Ay Paulita¡ más vale que me cuentas que tu dentista te mima y acaricia que si no…..

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Ahora la odontología para mi edad tiene dictaminado los implantes. Yo no sé si voy  a ser capaz de pasar ese trago y en broma digo en alto:

-Yo como el abuelo castañuelas y Corega

Vamos Paula que tú no pero yo sí SIGO TENIENDO MIEDO AL DENTISTA.

 

 

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Nota: efectivamente Santa Apolonia es la Patrona de los dentistas. Su martirio consistió en la extracción de sus piezas dentales con alicate y claro, sin anestesia.