Ajuar portátil

Qué bueno¡ Mis amigas piensan que la razón de que este blog se llame «ajuar portátil» es porque hace referencia a cómo voy por la vida cargando un gran bolso en el que llevo además de lo propio de un bolso: llaves, carteras, cosméticos y demás; atesoro en él la novela que toque, el cuaderno por si se me ocurre escribir, puede que algún libro de griego y ya para completar el kit pluma, lápiz y bolis.

Pues no chicas. En un principio pensé llamarlo «sin habitación propia» haciendo referencia al libro de Virginia Wolf.

Al fin me decidí por «ajuar portátil» porque estos recuerdos están localizados en la Pamplona de mi niñez, y allí, en el piso de la calle Olite  sí que yo tenía ajuar portátil.

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Os explicaré por qué. Aquel piso no tenía nada más que tres dormitorios, uno para los papás, otro para los chicos y el último, el más engalanado, para la yaya. Era en su habitación donde yo tenia mi cama, teniendo que ver cada noche sus largos calzones, su orinal, sus escapularios y aguantar aquel olor a rancio que la habitación tenía.

Todas las noches rezábamos «el Jesusito de mi vida», a las almas del Purgatorio y al Ángel de la Guarda. Ella a menudo sufría pesadillas siempre referidas a gitanos que le robaban los niños mientras lavaba en el río.

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Más vale que cuando no iba al cole porque estaba con anginas o empachada pasaba el día «solica» en aquella habitación cercana a la cocina escuchando a la mamá trastear y cantar las melodías dedicadas de la radio y entonces sí que estaba cómoda en la habitación de la yaya.

En cuanto tuve voz propia dije que necesitaba dormir sola porque yo quería estudiar y leer y la yaya no me dejaba estar con la luz encendida. Como era muy estudiosa me creyeron y conseguí «mi habitación propia»: el comedor.

Cada noche esperaba que la familia acabara de ver la tele y entonces yo abría la ventana para ventilar la habitacíón, sobre todo del humo de los puritos del papá. Sacaba la cama plegable del sofá y allí dormía yo, sola, tan feliz, sin habitación propia, pero acomodando como podía «mi ajuar portátil» es decir los libros, mi diario… Y ya no rezaba a Todos los Santos sino que oía tranquila las campanas de San Francisco marcar las horas de la noche.

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Y a la mañana siguiente vuelta a recoger el campamento, y contenta porque yo lo que quería era un huequecito sólo para mí.

Tampoco es que mis hermanos tuviesen habitación propia, bueno sí, una para los dos. Las camas estaban empotradas en un armario y se sacaban cada noche de tal manera que cuando ya estaban desplegadas no se podía abrir la puerta más que un pequeño resquicio por el que justo salían ellos cuando querían hacer pis.

Guardando tantos y tan buenos recuerdos de la vida en la calle Olite me doy cuenta ahora de la estrechez de nuestra vida en aquel piso en el que la única nota moderna la ponía el papá cuando a la vuelta de sus viajes con el camión nos sorprendía trayendo un abeto por Navidad, o palmas rizadas para Ramos, lo último en maquinillas de afeitar y hasta una motocicleta. Él siempre con sus adquisiciones y la mamá siempre echándose las manos a la cabeza.

Resumiendo, en la calle Olite la única que tenía » habitación propia»  con bien de colchas doradas, lámparas con lagrimitas y hasta fruta rica escondida en el armario era la yaya, que nos quería con locura y nos cuidaba cuando salíamos a la Media Luna porque la mamá siempre estaba cosiendo.

Cuando cumplí 14 años la cuidadora de los chicos pasé a ser yo.

 

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