Retomando el blog
Ahora que corren tiempos de gran especialización médica y sobre todo de tajantes recortes en la Sanidad Pública quiero dedicar unas palabras al médico de mi infancia, el Dr. Mendiguren. Era el médico de cabecera que nos correspondía en el Ambulatorio de la entonces Avenida de Franco, hoy Avenida de la Baja Navarra.
En aquel entonces era normal que cuando guardabas cama por unas anginas o un sarampión el médico acudiese a casa a realizar la visita. El cuidaba nuestras anginas, varicelas y todo lo demás y si era lo indicado nos dirigía a la Clínica de San Juan de Dios para la correspondiente operación de amígdalas o de vegetaciones.
Era un hombre cariñoso y cuidadoso en el trato con los niños. Cuando te visitaba en casa tu estabas metida en la cama que la mamá había hecho con sábanas impolutas para la visita del médico y mientras te metía la paleta en la boca abierta y te hacía decir aaaaaaaaaaaa
lo que más temías es que dictaminase » anginas » y prescribiese penicilina, osea «banderilla».
Procedía de la siguiente manera: abría su voluminoso maletín negro y extraía de él un estuche metálico que al abrirlo mostraba su contenido de agujas y jeringuilla.
A continuación pedía agua para verterla en el estuche y no recuerdo muy bien por qué procedimiento hervía el agua. Creo que era quemando alcohol.Una vez esterilizadas agujas y jeringuilla tomaba la aguja que era muy larga y de calibre grueso y la insertaba en la jeringa, a continuación clavaba la aguja en unos frasquitos de cristal con tapones de colores donde estaba en polvo el antibiótico, lo mezclaba con agua y tortazo en el culete y banderilla, buen refrotón con un algodón empapado en alcohol y allí no había pasado nada
Cuando los episodios de anginas se repetían el Dr. Mendiguren, como todos los médicos de aquel entonces, era partidario de la extracción de las amígdalas y a esa operación que me realizaron cuando tenía 5 años le dedicaré otro capítulo porque es uno de mis primeros recuerdos nítidos de aquellos años.
Nada supe yo de pediatras. Fueron mis hermanos más pequeños los que empezaron a ir a un pediatra, en concreto el Dr. López Sanz. La consulta estaba en la Plaza General Mola, hoy Plaza de las Merindades y allá iba la mamá sobre todo preocupada por la alimentación de uno de ellos que era muy tiquis miquis para comer y además tenía alergia a algunos alimentos.
Aquellos años fueron también los de la temida poliomielitis que dejó a algunos niños de mi edad con parálisis y las piernas metidas entre hierros
Teniendo yo 6 o 7 años llegó a Pamplona la esperada vacuna contra la polio pero no la administraba la Seguridad Social sino que había que comprar las dosis que eran muy caras para las economías de entonces. Recuerdo que con los niños que jugábamos en la Media Luna las madres formaron un grupo para comprar las dosis necesarias y pagar al practicante que nos las administraba. Veíamos las fotos terribles que aparecían en los periódicos de niños con polio que para su curación eran introducidos en el pulmón de acero del que sobresalían solamente sus cabecitas. Yo tenía su imagen grabada y me compadecía de la situación de aquellos niños.
Hablando de vacunas la que era inolvidable era la de la viruela que te la inoculaban mediante un tajo y te dejaba una cicatriz en lo alto del brazo o en el muslo para toda la vida.
Nos vacunaban en lo que se llamaba el Instituto de Sanidad y nada de azucarillo con gotas como se generalizó después sino buenas «banderillas».
Para los males menores no se requería la presencia del Dr. Mendiguren y la mamá y la yaya contaban con la farmacopea o los remedios caseros de aquel entonces:
– Para golpes y torceduras el linimento Sloan de insoportable olor.
– Para catarros Vicks Vaporub frotado con cariño por la mamá en el pecho.
– Contra las lombrices jarabes rosas dulzones.
-Optalidon con su buena dosis de cafeína para cuando las atareadas mamás tenían dolor de cabeza.
– Para fortalecer los huesos y ayudar al crecimiento estaba guardada en la despensa la botella de Calcigenol con su contenido lechoso que nos iban administrando a cucharadas.
– Los odiados supositorios que mis hermanos llamaban «potoyos» y cuya introducción era acompañada de buenos llantos.
– El aceite de ricino y el de hígado de bacalao gracias a Dios no entraron en casa. No sé para qué servían pero el sabor debía ser asqueroso.
– Para el dolor de muelas un algodoncito empapado en coñac.
– Para las quemaduras leves frotar con una patata pelada.
– Nitrato de plata para quitar las verrugas.
– Manzanilla para los ojos enfriados y legañosos.
Ni nos medían, ni nos pesaban, ni percentiles, ibas creciendo y con eso bastaba y lo que marcaba el crecimiento era el bajo de pantalones o faldas que se nos iban quedando cortos y había que bajarlos constantemente.
Así que entre el Dr. Mendiguren, la Clínica San Juan de Dios y los remedios caseros nos sacaban adelante, sin yogures, ni petisuis, ni jamón de York del que desconocíamos su existencia. Sin embargo desde bien niños conocíamos la Quina de la que nos daban un vasito al mediodía si estábamos desganados o inapetentes pues se decía que abría el apetito. ¡Tiempos aquellos en que daban alcohol a tiernos infantes !